Friday, March 9, 2012

Hijos del azar: una reseña crítica de El azar y la necesidad


por Enrique Espinosa Arciniega* y Martín Bonfil Olivera** 

*Doctorado en Investigación Biomédica Básica, UNAM
**Dirección General de Divulgación de la Ciencia, UNAM 


Publicado originalmente en la revista IPN, ciencia, arte: cultura,
nueva época, año 5, núm. 26, vol. II, págs. 55-58
(julio-agosto de 1999)

Monod y su libro 

Jacques Monod (1910-1976) es conocido por sus importantes aportaciones a la cons­trucción del majestuoso edificio de la biología molecular, ciencia cuyo nacimiento constituye una de las grandes revoluciones científicas de este siglo. Cuando, a finales de los sesenta, Monod escribió El azar y la necesidad: ensayo sobre la filosofía natu­ral de la biología moderna,[1] el conocimiento biológico acumulado había permitido la aparición de una nueva y fascinante imagen de la estructura y el funcionamiento de la materia viva.

En su libro, el biólogo francés muestra, mediante un recorrido de los fundamentos del conocimiento biológico actual, por qué la ciencia merece tener un papel pro­tagónico en el pensamiento contemporáneo. Pero, involuntariamente, deja abierta y sin resolver la cuestión de cuál debe ser este legítimo papel. Antes de justificar la afirma­ción anterior, hagamos un recuento de las ideas que nos presenta Monod en este libro, que indudablemente continúa siendo una lectura de actualidad e importancia no sólo para biólogos, sino para el público culto en general. Dice Italo Calvino que un clásico es aquel libro que podemos volver a leer en diversas ocasiones, y que en cada lectura nos deja algo nuevo. El azar y la necesidad, que merecidamente se halla entre los clásicos de la literatura sobre las bases filosóficas de la ciencia, es digno de ser recon­siderado ahora, a un cuarto de siglo de su publicación, precisamente por razones casi opuestas: a pesar del tiempo transcurrido y del reconocimiento que se le ha dado, las ideas más importantes que contiene, en especial sobre la relación que debiera tener la ciencia con el modo de pensar y actuar del ser humano, no han logrado arraigar y ser tomadas con la seriedad que debieran.

La vida: propiedad única

Los seres vivos somos distintos del resto del universo físico. Definir lo que nos dife­rencia, sin embargo, resulta muy difícil en términos objetivos. La primera sorpresa que nos da el estudio de la biología en este siglo es que los animales, las plantas y, en gene­ral, todo lo vivo obedece a las mismas leyes físicas que explican el comportamiento de la materia inerte, como las rocas y los gases. Ante estos descubrimientos, los vitalis­mos que postulaban una “esencia” particular de la vida, exclusiva y necesaria para que algo pudiera presentar las propiedades de los seres vivos, quedaron desarticulados; la materia viva es simplemente y ante todo materia. Cada vez es menos probable encon­trar leyes naturales que sólo se apliquen a los seres vivos.

Por otra parte, los seres vivos, al igual que los artefactos creados por el hombre, tienen una estructura compleja y muy definida, asociada a una serie de funciones (o, como las llama Monod, performances) propias de cada especie y de cada órgano. Esta estructura, conservada gracias a los mecanismos hereditarios, llega a ser tan compleja y tan sorprendentemente adaptada a su función, que su existencia puede incluso tratarse de explicar o justificar como un medio para cumplir sus funciones. Se trata del controvertido argumento del diseño: lo vivo es como es por obedecer a un plan pre­concebido. Se compara a los seres vivos con los productos de la actividad humana; si la existencia de un reloj implica la de un relojero, las sorprendentes adaptaciones de los seres vivos requieren de la existencia de un creador, o al menos de un plan, de un objetivo al que de alguna manera la evolución se va acercando. De este modo los seres humanos, ávidos de explicaciones del mundo a nuestro alrededor y de nuestra propia existencia, nos inclinamos a creer en la existencia de un orden universal, en el cual ocupamos un lugar no sólo legítimo, sino necesario e inevitable.

Así, a partir de la observación de las propiedades adaptativas de los seres vivos, que parecen responder a un propósito (propiedad que Monod designó teleonomía), se cae en un finalismo, o teleología: el argumento de que el fin es la causa total de la or­ganización del mundo y la causa de los acontecimientos particulares.[2] Este plan, este orden universal, no sólo nos explica nuestra existencia; también nos orienta y quizá hasta limita nuestros esfuerzos y búsquedas. Y aún más: partiendo del finalismo, es fácil caer en el animismo, en el que se proyectan características como la voluntad y hasta la conciencia en los elementos y acontecimientos del mundo físico. En el ani­mismo los ríos, las rocas, el fuego, y todo en general, está vivo y gobernado por espíritus como los que habitan a los mismos humanos. Ésta es la antigua alianza de la que habla Monod en su libro: el hombre se siente parte de un universo tan vivo como él mismo, y en el que pretende ver un objetivo.

La ciencia y los animismos

Sin embargo, frente a este panorama encontramos que la ciencia, por sus propias características intrínsecas, no puede reconocer ningún proyecto subyacente ni permitir la aproximación a la naturaleza con visiones preconcebidas que no sean, al menos en principio, demostrables. La búsqueda continua de objetividad en la ciencia, esta forma de humildad ante los hechos que constituye quizá su mayor virtud, la incapacita para servir de prueba a cualquier forma de pensamiento que nos obligue a vernos como parte de un proyecto acabado al cual más nos vale sujetarnos. Ésta es una capacidad liberadora de la aparentemente fría objetividad científica. Nótese que no compete a la ciencia demostrar la no existencia de semejante proyecto: simplemente nos da una forma de abordar el estudio del universo que nos rodea, en la que tales visiones intrín­secamente no comprobables no son consideradas ni utilizadas.

De este rigor científico no se libra ninguna de las proyecciones del animismo; ni siquiera la visión de la naturaleza que propone el materialismo dialéctico, con su cons­tante pretensión de ser científico. Desde el salto dialéctico de Oparin, que trata de explicar el paso necesario de la materia inerte a la viva, hasta la existencia del hombre y de su historia como parte de un orden inevitable (y, por cierto, no comprobable) del universo, que siempre tendría que dar estos frutos, muchas ideas del materialismo dialéctico fueron consideradas en un tiempo como parte de una visión científica del universo. Pero, tal como lo afirma Monod, no lo son. Una filosofía teleológica o ani­mista, que adjudique a priori a la naturaleza entera propiedades del hombre o de su forma de pensar puede describirse de muchas maneras, pero no como científica.

Un recorrido por la biología moderna

¿Qué mejor forma de ilustrar estas ideas que un viaje por los fundamentos de la bio­logía molecular? Monod nos guía en forma magistral, llamando nuestra atención hacia los sitios donde el azar está presente. Nos muestra en primer lugar a las proteínas, moléculas que juegan un papel básico en la estructura y función de los organismos vivientes. Cada proteína es a la vez la expresión de un proyecto y el agente de la reali­zación del mismo: son “demonios de Maxwell” capaces, gracias a la información con­tenida en su estructura, de conseguir una disminución de la entropía, una acumulación local de orden, a expensas del aumento global del desorden en la materia a su alrede­dor. Son semejantes a los pequeños remolinos que se pueden formar en la corriente de un río, dentro de los cuales puede haber una contracorriente sin que esto afecte el flujo del agua del río hacia el mar.

Las proteínas nos sorprenden por la cantidad de funciones que cumplen, actuando como catalizadores, acelerando las reacciones químicas necesarias para la vida, regu­lando la acción de otras proteínas que catalizan reacciones, y controlando el fun­cionamiento global de la célula al determinar qué sustancias se encuentran en el medio y en qué concentraciones. Todas estas funciones (y muchas más) les son posibles gra­cias a sus estructuras tridimensionales, a su forma, la cual depende a su vez del orden específico (siempre el mismo para cada tipo de proteína) en que se encuentran unidos los aminoácidos que las forman. Según los aminoácidos que contenga y el orden en que se hallen, cada cadena proteica se plegará en el medio acuoso del interior de la célula, hasta adoptar una determinada conformación tridimensional, lo que le permitirá cumplir con sus funciones. La información sobre la secuencia específica de aminoáci­dos para cada tipo de proteína está contenida en los genes, formados por ácido desoxi­rribonucleico (ADN). El paso de esta información escrita en los genes a las proteínas es llevada a cabo por una asombrosa maquinaria microscópica en el interior de la cé­lula, cuyo funcionamiento conocemos en forma general, gracias a los esfuerzos de los científicos de la generación de Monod, y cada día con más y más detalle gracias a los que les siguieron.

La evolución y la herencia

El viaje de Monod por la biología molecular desemboca en el amplio capítulo que une y da coherencia a toda la biología: la evolución. En esta teoría, que confiere a la bio­logía moderna su mayor fuerza y belleza, el ser humano puede redescubrirse y en­tenderse con asombro y sencillez. Darwin propuso un mecanismo para explicar el origen de todas las especies de seres vivos (incluyéndonos nosotros mismos): la evolución por medio de la selección natural, entendida como la supervivencia selectiva de individuos con características beneficiosas en el contexto del medio en que habitan (también la teoría original de Darwin ha evolucionado, pero sus fundamentos perdu­ran; a estas alturas de la biología, quien decidiera rebatir la evolución darwiniana ten­dría que comprobar que no existe).

El mecanismo de selección natural propuesto por Darwin se basa en la su­pervivencia de los organismos de una especie que presentan variaciones que les per­miten adaptarse mejor al medio, proporcionándoles una ventaja reproductiva. Pero, ¿de dónde viene la variedad que tiene que haber entre los individuos de una especie para que se pueda dar dicha selección de características, que luego serán heredadas de generación en generación? La clave está precisamente en el mecanismo de la herencia, y el explicarlo ha sido una de las grandes aportaciones de la biología molecular.

En cada división celular el ADN —que resguarda en el núcleo de la célula la in­formación básica sobre la estructura y función de todo ser vivo— se duplica, conser­vando dicha información y transmitiéndola a las dos células descendientes. En la reproducción sexual, un gameto, célula especializada que contiene la mitad de los genes de un organismo, se une a otro gameto del sexo opuesto para formar la primera célula de lo que se convertirá en un nuevo individuo, heredero de la mitad del acervo genético de cada uno de sus progenitores. Es gracias a estos mecanismos que las características de los organismos son transmitidas de una generación a la siguiente. La duplicación del ADN, sin embargo, no es totalmente fiel: es inevitable que haya e­rrores esporádicos, mutaciones, que se traducirán en cambios en las estructuras de las proteínas, y finalmente en la forma en como los organismos interactúan con el entorno. Ésta es la principal fuente de la variedad sobre la que actúa la selección natural: las mutaciones pueden dar lugar tanto a alteraciones fatales en el portador de la mutación como a ventajas evolutivas. Las presiones del ambiente (como la presencia de un de­predador, la falta de un tipo de nutrientes, los cambios climáticos) “escogen” de esta fuente de azar a los individuos mejor adaptados.

El azar y la necesidad

Éste es el concepto central del que parten varias ideas de Monod. No hay nada en la naturaleza que haga necesaria la presencia de vida, o la evolución de seres humanos pensantes. La vida en todas sus manifestaciones, incluyendo a los humanos, cumple con los principios de la naturaleza, pero no es deducible a partir de estos principios. Es un fenómeno posible en la naturaleza, pero sólo uno entre muchísimos fenómenos posibles.

Hay quienes consideran que el tratar de entender en forma racional a la vida y sus manifestaciones es quitarle la belleza misteriosa que las rodea. Nosotros pensamos que la posibilidad de que la vida pueda surgir gracias a los mecanismos evolutivos, que sujetándose a las leyes físicas y seleccionando a partir del azar permiten el surgimiento de seres cada vez mejor adaptados a su medio, es más sorprendente y más maravilloso (en el sentido en que nos maravilla una obra de arte) que el pensar en una simple creación milagrosa. Y especialmente sabiendo que una de sus expresiones posibles es la aparición de seres que son conscientes de su propia existencia: tanto, que logran formular una teoría de la evolución (dice Richard Dawkins, creador de la teoría del gen egoísta, que si descubriéramos otra especie pensante y quisiéramos saber su grado de avance cultural, la pregunta a formular sería: ¿han desarrollado ya una teoría de la evolución?).

El vacío del azar

Toda la belleza de la visión evolutiva, no obstante, no evita que esta nueva cos­movisión tenga implicaciones que pueden resultar desoladoras. Al darnos cuenta de que no hay un propósito hacia el que se dirija la vida, es fácil caer en un nihilismo en el que nuestra existencia parece no tener sentido: en palabras de Monod, “La antigua alianza está ya rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad del Universo de donde ha emergido por azar”. Quizá esto explica el rechazo, consciente o no, que sigue habiendo hacia el abandono de los animismos y la adopción del conocimiento científico y sus implicaciones: por qué a fines del siglo XX, cuando las sorprendentes capacidades de la ciencia y la tecnología resultan ya indudables, no logremos asimilar la nueva visión del mundo que habitamos.

Ya en el siglo pasado, antes de que la biología moderna fuera apenas imaginable, Nietzsche decía que la más espinosa de las cuestiones sería la de averiguar si la ciencia es capaz de señalar nuevos límites a la actividad del hombre, después de haber demostrado que puede quitárselos y destruirlos. Monod también se plantea esta cues­tión, y tratando de resolverla cae en la trampa: habla primero, sabiamente, de la nece­sidad de distinguir entre valores y conocimientos (distinción que no hacen los animismos), pero sucumbe después ante la necesidad de hallar una fuente de motivos y razones para la existencia humana. Propone una ética del conocimiento en la que se reconoce al “conocimiento objetivo como única fuente de verdad auténtica” (cursivas nuestras), lo cual a su vez exige “una revisión de los fundamentos de la ética”, y re­fuerza su exigencia afirmando: “nuestras sociedades intentan aún vivir y enseñar siste­mas de valores ya arruinados, en su raíz, por (la) ciencia”.

Aunque esta última exigencia de Monod resulta justificada, es sumamente difícil de satisfacer, y el plantear al conocimiento objetivo como “valor supremo” desde luego no es una solución adecuada. El conocimiento científico mantiene el ideal de la objetividad y trata siempre de demostrar hechos concretos, posición que lo obliga a poner en duda todas las certezas a priori. Esta actitud crítica hace que lo que se consi­dera aceptado como parte de este “conocimiento científico” sea constantemente cam­biante. No puede entonces ser fuente de razones para la existencia; no puede por sí mismo darle un sentido a la vida. Puede ocurrir, sí, que distintas ideologías pretendan utilizarlo para justificar sus doctrinas, como ha ocurrido varias veces a lo largo de este siglo, pero la experiencia es que los resultados son siempre desastrosos o, al menos, totalmente infructuosos. La ética del conocimiento planteada por Monod puede servir como guía para nuestra conducta; para hacer, como él lo pide, una utilización adecuada de los poderes y las riquezas que el conocimiento científico pone a nuestra disposición. Pero no nos devuelve la tranquilidad que nos daba la predeterminación de nuestro destino, esa certeza que la ciencia nos ha quitado; esto tendrá que provenir de otras fuentes. Recordemos además que la ciencia no se reconoce a fines de este siglo como fuente de verdad absoluta. La incapacidad de la ciencia para garantizar, más allá de la efectividad en su aplicación, que su conocimiento es objetivo y representa la rea­lidad, es actualmente una cuestión que reconocen (y tratan de resolver) todas las es­cuelas de filosofía de la ciencia.

Los dones de la ciencia

Estas objeciones no implican, sin embargo, que tengamos que renunciar a aprovechar, en nuestra eterna búsqueda de un sentido para nuestras vidas, lo que hemos aprendido gracias a la ciencia. Una “ética del conocimiento” como la planteada por Monod, o más bien una “ética basada en la racionalidad”, será una herramienta extremadamente útil en esta búsqueda. Si bien, como nos dice Monod, no hay un “para qué” en la na­turaleza, nada impide que, por medios racionales, busquemos un “por qué”. Tendremos, eso sí, que tomar las riendas de nuestra vida, fijarle nosotros mismos un objetivo, un sentido. Uno de los mayores beneficios que nos da el conocimiento científico, y a la vez el “precio” que tenemos que pagar por todos ellos, es hacernos responsables de nuestras propias vidas.

¿Qué nos queda entonces? En primer lugar, no pedirle a la ciencia lo que no nos puede dar y que sólo nosotros podemos hallar: un sentido para nuestras vidas. En se­gundo lugar, pedirle lo que sí nos puede dar; una herramienta inigualable y un crítico severo y confiable para nuestros esfuerzos por comprender la naturaleza. En tercer lugar, recuperar esa corriente subterránea que constituye uno de los principales móviles que impulsan al hombre a dedicarse a la ciencia (tan importante o más que los motivos tradicionalmente reconocidos): el asombro ante la naturaleza. Hemos olvidado la importancia de contemplar con deleite el mundo que nos rodea, pensando que la actividad científica se justifica sólo en la medida en que nos da beneficios materi­ales y nuevas formas de utilizar a la naturaleza; creyendo que la única felicidad que nos puede proporcionar la ciencia está en las comodidades provenientes de la tec­nología. Pero además de darnos avances médicos y biotecnológicos, y de enseñarnos a proteger al ambiente, la biología moderna nos proporciona una nueva fuente de fasci­nación ante la vida. Es en el goce de la nueva visión de lo vivo, en la eterna sorpresa que es la naturaleza de la que formamos parte, en donde podemos hallar quizá una parte del sentido de la existencia humana. Siempre podremos buscar nuestro lugar en la naturaleza, si reconocemos que más que esperar encontrar algo escrito en ella que nos revele nuestro papel, tenemos la entera responsabilidad de decidirlo.


[1]. Monod, Jacques. El azar y la necesidad. Ensayo sobre la filosofía natural de la biología moderna. Monte Avila, Barcelona, 1971.

[2] Abbagnano, Nicola. Diccionario de Filosofía. Fondo de Cultura Económica, México, 1963.

Saturday, July 2, 2011

¿Quién le teme a Darwin?

Reseña del libro La peligrosa idea de Darwin, de Daniel C. Dennett
(926 págs., ISBN 84-8109-282-7, Galaxia Gutemberg, traducción de Cristóbal Pera Blanco-Morales). 

por Enrique Espinosa Arciniega y Martín Bonfil Olivera 
(publicada originalmente en el suplemento de libros Hoja por hoja,
núm. 44, págs. 18-19, 6 de enero de 2001)

Que las ideas pueden ser poderosas –y hasta peligrosas- es algo que pocos dudan. Hay ideas, sin embargo, que parecen tener vida propia y nos siguen sorprendiendo una y otra vez. La idea darwiniana de la evolución como proceso algorítmico ciego de selección a partir de la variación producida al azar –la famosa selección natural- es una de ellas. Y es por eso que el filósofo Daniel Dennett -uno de los pensadores más lúcidos e influyentes en el estudio de la conciencia- le ha dedicado su libro La peligrosa idea de Darwin, obra que está teniendo gran impacto en el pensamiento biológico y filosófico actual.

La gran influencia que han tenido las ideas de Charles Darwin en la biología contrasta con el gran rechazo que han generado, desde su publicación hasta nuestros días. ¿Será por eso que La peligrosa idea de Darwin ha tardado tanto en ser traducido al español? Hoy, aún antes que el libro de Dennett, los libros que pretenden rebatir sus tesis ya están disponibles en el mercado mexicano.

Para muchos, esta idea amenaza con arrebatarnos todo cuanto hay de sagrado en la vida humana ¿Es realmente tan peligrosa? Dennett consagra su libro a contestar esta pregunta, pero antes la explica y la defiende: “Este libro trata de por qué la idea de Darwin es tan poderosa, y por qué promete –no amenaza- con poner nuestras más preciadas visiones de la vida sobre nuevos fundamentos.”

Seguramente su peligrosidad reside en su poder para resolver no sólo problemas de la biología, sino también de otros campos, como el estudio de la conciencia (especialidad de Dennett). Según el autor, la idea de Darwin es como un ácido universal. Para algunos este ácido amenaza con disolver toda fe y toda ideología. Para Dennett, nos ofrece explicarlas, unificarlas y enraizarlas firmemente en el universo material, si bien es capaz de corroer hasta el último intento de conservar toda visión de la vida como producto de un proyecto superior.

La evolución por selección natural introduce la posibilidad de explicar la emergencia de la complejidad como producto de la adición gradual de partes: la acumulación de diseño. Esto es lo que Dennett llama “explicaciones tipo grúa”, por contraste con las que dependen de “ganchos celestes” (skyhooks), es decir, el recurso a eventos milagrosos. Esta idea de la generación de complejidad y orden mediante un mecanismo ciego y gradual es sencilla pero muy conflictiva.

Los seres vivos tienen un diseño muy bien ajustado a su medio y sus necesidades: están adaptados. Parecen estar hechos con un propósito, pero este diseño tan específico se puede explicar darwinianamente. La biología puede entonces verse como un estudio del diseño de los seres vivos. Como afirma Dennett, “la biología es ingeniería”. La vida: un diseño sin diseñador

Existen sin embargo, quienes consideran peligroso adjudicar a todo rasgo que muestre diseño una ventaja adaptativa, es decir, que aumente las probabilidades de que un organismo sea favorecido por la selección natural (que sobreviva y deje más progenie que otros). Entre ellos, Stephen Jay Gould, que ha acusado a Dennett de radical invocando al fantasma del “ultradarwinismo”. Dennett revisa estas objeciones y muestra que, a pesar de la existencia de fenómenos no adaptativos en la evolución, ésta sólo es concebible por selección natural. En otras palabras, el “adaptacionismo” es inevitable, pues sólo hay una alternativa: los milagros.

Otro tema polémico que Dennet aborda con gran claridad es el reduccionismo. Muestra que hay un reduccionismo sensato, que aprovecha las herramientas de la biología darwiniana para explicar fenómenos y estructuras complejas a partir de los mecanismos y estructuras sencillas que lo componen, y uno voraz (greedy), que se niega a reconocer fenómenos emergentes cuyas características pueden ser estudiadas sin importar los mecanismos que les subyacen.

La posibilidad de que el diseño emerja por selección gradual no se restringe entonces a la anatomía y fisiología de los seres vivos; Dennett la extiende también a sus productos y universaliza la idea darwiniana, llevándola desde la cosmología hasta la moral (aunque aquí fuerza un poco los límites). Utiliza para ello el concepto de “Espacio de Diseño”: el conjunto multidimensional de todas las combinaciones de cosas que podrían existir en el universo, incluyendo el subconjunto de las que realmente existen. Este gran conjunto (que Dennett equipara a la Biblioteca de Babel, de Borges) contiene a los seres vivos (“Biblioteca de Mendel”) y a los productos de la actividad humana: ideas, teorías, obras de arte.

Para Dennett, el “árbol de la vida” va explorando este espacio de diseño, dando frutos que van desde “inventos” como el ojo de un pez hasta obras humanas como la Pasión según San Mateo, de Bach, productos todos de un proceso histórico en el que la selección fue la fuerza conductora. Esto lo lleva al campo donde más enemigos se ha ganado: la vida humana con su alma, su psicología, su mente, su conciencia, su moral. “Quiero que la gente de otras disciplinas tome en serio el pensamiento evolucionista, mostrarles cómo lo han estado subestimando y por qué han estado escuchando a las sirenas equivocadas”.

Es al hablar del lenguaje, la conciencia y la cultura -abordadas desde sus primeros libros como Brainstorms y Consciousness explained- donde Dennet defiende más decididamente a Darwin. Lo defiende de científicos reconocidos como Penrose, Chomsky y otros enemigos no declarados de la idea de Darwin, quienes –por no entenderla, no quererla entender o no atreverse a llevarla hasta sus últimas consecuencias– la maquillan o la limitan, y con esto le dan falsas herramientas a los que con toda el alma quisieran que no fuera cierta.

Además de lo esclarecedor que resulta, este libro es también un ensayo de reivindicación. Se han creado muchos mitos e interpretaciones engañosas alrededor de la idea de Darwin, y es hora de aclararlas. Dennett está convencido de que no entender a Darwin es desperdiciar una herramienta poderosa para la comprensión de aspectos de la vida humana que hasta ahora han sido abordados con grandes limitaciones. Por eso defiende que los más altos productos de la cultura humana pueden ser entendidos como parte de la biodiversidad. Esto da vida a la posibilidad de unificar la biología y la cultura, naturalizando esta última.

¿Perdemos entonces lo más sagrado de nuestra existencia al someterlo a la acción del ácido universal de Darwin? No, según Dennett. En los universos paralelos de la vida y la cultura, vistos desde el lente darwiniano, no hay nada que temer, sólo hay mucho que entender.

Monday, March 21, 2011

El largo alcance de la selección natural

Querido Bonfil:


La biología tuvo mucha suerte en haber sido “late bloomer” en el determinismo. Me refiero a sus mecanismos moleculares, a sus bases bioquímicas. La bioquímica y la biología molecular, los mecanismos químicos detrás de los fenómenos biológicos son hallazgos del siglo XX. ¿Late bloomer relativo a qué, entonces? A la explicación de la existencia de especies. A la explicación de la configuración actual de la vida en el planeta. Tuvimos primero una explicación histórica, la evolución por selección natural de una fuente de variación, antes de poder entender la fuente de variación.


Fue una suerte. Imagínate que la química de la vida y la herencia se hubieran conocido antes de que se generalizara la idea de evolución por selección natural. Imaginemos que los bioquímicos y los biólogos moleculares, entusiasmados hasta la manía por sus hallazgos hubieran querido extraer de la biología molecular algún principio que determinara la existencia de las especies presentes y el fin de las especies extintas. Imagínate una biología con mecanismos pero sin un concepto de selección natural, obligada a que los mecanismos moleculares explicaran cada una de las especies existentes.


Nos parece ridículamente reduccionista. Salta a mi mente lo evidente del medio ambiente y las restricciones que impone, la relación entre las especies, el paso de millones y millones de años. Pero quiero fantasear que si la genética molecular y la bioquímica en general se le hubieran adelantado a la selección natural, podrían estar los biólogos teóricos más avanzados todavía tratando de llegar a un modelo que hiciera necesario el surgimiento de las especies a partir de la bioquímica. Se me ocurre.


Y todo esto viene de la idea de Lee Smolin de que quizá ya todas las leyes de la física y todos los modelos (particularmente el modelo estándar) ya estén más o menos en su lugar. Y, más importante, su idea de que, se avance en lo que se avance, el que estemos en este universo con estas leyes y estas constantes es el producto de un proceso de selección natural. La segunda parte de “The life of the cosmos” (que ya es un libro viejito) se llama “An Ecology of Space and Time”. No sé si tenga posibilidades de prosperar como teoría física, esta ocurrencia, pero es fascinante. Tal vez la naturaleza sí ha tenido otros universos con otras constantes físicas, menos exitosos que éste. Fascinante. ¿Podemos pensar que un problema de la física es que llegó hasta un punto donde el determinismo (recuerda que yo no le temo al determinismo) ya no es pertinente o necesario para contestarse ciertas preguntas? ¿Será que a ciertas preguntas sobre el universo sólo les hace falta la perspectiva histórica, evolutiva?



En cualquier caso, qué suerte tuvimos en biología, al tener primero la visión histórica y mucho tiempo después los mecanismos moleculares. La noción evolutiva es inseparable de la biología. Quizá debería serlo también de la física. Insisto: fascinante.
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